Eslabones

27 junio 2012

Mientras Ray agonizaba, y una enfermera particular iba y venía, y Joyce, con forzadas disculpas, se escabullía repetidamente a Albany para una votación «importante», Patty durmió en su cama de la infancia y releyó sus libros infantiles preferidos y com­batió el desorden de la casa, sin molestarse en pedir permiso para tirar revistas de los años noventa y cajas de folletos de la campaña de Dukakis. Era la temporada de los catálogos de semillas, y Joyce y ella aprovecharon agradecidas la pasión esporádica de su madre por la jardinería, que les procuró un interés común del que hablar, sin el cual no habrían tenido ninguno. Pero en la medida de lo posible Patty se quedaba con su padre, lo cogía de la mano y se permitía quererlo. Casi podía sentir físicamente cómo se redistri­buían sus propios órganos emocionales, situándose por fin la autocompasión claramente a la vista, en toda su obscenidad, como una horrenda excrecencia roja amoratada que era necesario extir­par. Después de pasar tanto tiempo oyendo a su padre burlarse de todo, aunque un poco más débilmente cada día, la perturbó ver lo mucho que ella se parecía a él, y por qué sus propios hijos no veían con más humor su capacidad para el humor, y por qué habría sido mejor para ella obligarse a visitar más a sus padres en los años críticos de su propia maternidad, para comprender mejor las reac­ciones de sus hijos ante ella. Su sueño de fundar una nueva vida partiendo de cero, del todo independiente, no había sido más que eso: un sueño. Era digna hija de su padre. Ni él ni ella habían querido nunca crecer de verdad, y ahora se dedicaban a eso mismo los dos juntos. De nada serviría negar que Patty, que será siem­pre competitiva, encontró satisfacción en sentirse menos incómo­da ante la enfermedad de él, menos asustada que sus hermanos. De niña, había querido creer que él la quería más que a nada en el mundo, y ahora, mientras le apretaba la mano intentando ayudar­lo a superar los tramos de dolor que la morfina sólo podía acortar –no hacer desaparecer–, aquello pasó a ser verdad, los dos lo convirtieron en verdad, y eso la cambió.

Jonathan Franzen
en Libertad (2010)

Un elefante se balanceaba

13 junio 2012


sobre la tela de una araña. Y como veía que no se caía, siguió trazando hilos con sus cada vez más escasos recursos. Hilos y más hilos para conservar su apreciada tela de araña. Y vio el elefante que aquello era bueno. Porque los elefantes pueden con todo, cargan con todo, aunque no vayan muy rápido. Hasta que llega un día en el que piensan en correr. En pisarle fuerte. En volar de verdad. A todo gas. A velocidad de vértigo

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