Punto

14 diciembre 2011

Ayer terminé de escribir un cuento. O relato, como ustedes prefieran. No voy a decir cuándo empecé a escribirlo porque, sencillamente, me da vergüenza. No es que sea lento, que lo soy. No es que sea ineficaz, que también lo soy. Es que ni siquiera me pongo. El tiempo que he tardado en escribirlo no tiene nada que ver con el tiempo, digamos... neto, que le he dedicado. Días, semanas, quizá meses sin asomarme siquiera al archivo. Pero sabiendo que estaba ahí, como unos deberes sin hacer un domingo por la tarde, como un plazo que vence, como un marrón que no sabes cómo quitarte de encima. A ratos, como una pesadilla. ¿Pero qué necesidad tengo yo de esto?, te preguntas. Y al terminar con él, una placentera sensación de alivio. Por fin. Y de tierra conquistada. Ingenuo. Y la decisión de que ese punto era, esta vez sí, el punto y final. Se acabó. Esta mañana, al levantarme, ya me parecía más bien punto y aparte. Y ahora ya voy pensando que quizá sea sólo un punto y seguido. En cualquier caso, punto.

Pisando sobre las huellas de los más grandes

28 noviembre 2011

El veintiocho de noviembre de mil novecientos once, hace ahora cien años, Kafka escribió en su diario:

28.XI 1911 Durante tres días no escribo nada.

Sólo eso.

Durante tres días, yo tampoco he escrito nada. Supongo que eso quiere decir que estoy en el buen camino.

5. Penumbra

21 noviembre 2011

No es porque los días sean cada vez más cortos y las noches cada vez más largas. Tampoco es por el cambio de hora. Ni siquiera es por culpa del otoño. Al menos, no es sólo por eso. Es porque el encendido del alumbrado público se ha retrasado unos minutos. Sólo unos pocos minutos. Ochenta y ocho mil ciento sesenta y siete puntos de luz (farola arriba, farola abajo) se encienden ahora un poco más tarde. Y luego, de madrugada, se apagan un poco antes. Aunque sea a razón de un céntimo por punto de luz y día, es mucho dinero menos. Por eso, por culpa de ese dinero, nuestras calles son ahora un poco más oscuras.

4. Monedas

16 noviembre 2011

El barrio en el que vivo es un barrio humilde, modesto, pero no un barrio marginal. Ni mucho menos. Es un barrio de gente trabajadora, de pequeños autónomos. Peluquerías, panaderías, bares, tiendas de ropa, locutorios, alpargaterías, alguna sucursal bancaria. El pasado sábado, en la esquina de mi manzana, había una señora de pie, apoyada sobre la fachada de un local vacío en el que hasta hace unos meses vendían ropa barata, y hasta hace un par de años, artículos deportivos. Rondaba los setenta años. Tal vez un poco menos, quizá un poco más... no soy muy bueno calibrando la edad de la gente; de hecho, me temo que ni siquiera he aprendido aún a calibrar bien la mía. Llevaba un vestido estampado, rojo y negro. O rojo y gris oscuro. El pelo corto, teñido de rubio. No estaba delgada, tampoco excesivamente gruesa. Zapatos negros. Una señora normal, una señora cualquiera, como muchas otras señoras que circulan por mi barrio con sus nietas o con sus carritos de la compra. Pero sostenía en la mano derecha un vaso de plástico en cuyo fondo descansaban las monedas que algunos transeúntes le iban echando. Pocas, la verdad. Muy pocas.

3. Préstamos

07 noviembre 2011

Hace apenas un mes, me contó un amigo que un amigo suyo había ido a verle. Alguien que yo no conocía, me dijo. Alguien con quien estudió en la universidad. O con quien coincidió trabajando en la misma empresa. O con quien cenaba algunos sábados por la noche. O con quien jugaba al padel. O alguien que llevaba a sus hijos al mismo colegio. O a la misma academia de inglés. O dos o más de esas cosas. O algo por el estilo, no lo recuerdo. A lo mejor no me lo dijo. El caso es que, después de algún tiempo sin haber coincidido, el amigo de mi amigo le llamó y fue a verle. Le pidió prestado un poco de dinero para poder comprar a sus hijos los libros del colegio

2. Desguace

31 octubre 2011

Calle Sagasta, 31. Luz de mediodía. Alguien ha abandonado una docena de viejos monitores de ordenador junto a los contenedores de basura. O diez. O quince, los que sean. Un tipo con semblante patibulario, sentado sobre la acera, los destripa minuciosamente con unas tijeras de podar. O con unos alicates, no se aprecia bien. Todos pasamos rápido, nadie se para a mirar. Saca algo de ahí dentro, lo guarda, continúa con el siguiente monitor. Y así hasta diez. O hasta doce. O hasta quince, los que sean.

1. Chatarreros

25 octubre 2011

Un chatarrero se paseaba con un carrito de supermercado, y como veía que no le cabía fue a llamar a otro chatarrero. Dos chatarreros se paseaban con un carrito de supermercado...

En busca del tiempo ganado

22 septiembre 2011

Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Si la montaña no va hasta Mahoma, Mahoma irá a la montaña. Y si no puedes labrarte un buen futuro, procura construirte un pasado prometedor. Un pasado junto a Maud-Evelyn.

Huecos vacíos y agujeros tapados

13 septiembre 2011

En aquel tiempo, antes de la gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. Si el fuego había devorado una casa en alguna calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo, porque los albañiles trabajaban con lentitud y circunspección, y los vecinos recordaban el aspecto y las paredes de la casa desaparecida al ver el solar vacío. ¡Así eran entonces las cosas! Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas, y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente.

Joseph Roth
en La Marcha Radetzky (1932)

Quién dijo miedo

05 septiembre 2011

Por razones que no viene al caso exponer, hoy soy diez o veinte años más viejo que ayer. Pero por razones que no resulta fácil comprender, hoy estoy diez o veinte veces más contento. Se confirma oficialmente: todo pasa, nada permanece.


Publicar o ser publicado. O justo lo contrario

31 julio 2011

Un amigo, con la mejor de sus intenciones, me remitió hace unos días a una dirección web especializada en autoedición. Haz realidad tu sueño de publicar, rezaba el ingenuo lema bajo el nombre comercial de la web. Yo ya conocía otros sitios por el estilo, y puedo asegurar que los había estudiado con verdadero interés, así que aquello tampoco suponía una gran novedad. Más que webs especializadas en autoedición, se trata de webs especializadas en hacer negocio con la vanidad ajena. Negocio legítimo, por supuesto. Y negocio seguro, o cuando menos, muy probable: 59.153 usuarios registrados y 42.407 libros publicados a día de ayer nos dan una buena pista acerca de por dónde van los tiros. Porque, ¿qué sentido tiene autoeditarse, si no es dar una pequeña satisfacción a la propia vanidad? ¿O aún mejor: una gran satisfacción? Pasan los siglos, y la vanidad sigue siendo uno de los grandes motores de la creatividad humana. Es muy difícil sustraerse a su influjo. Pero ojo con la autoedición, que la carga el diablo. El batacazo puede ser de órdago. Casi sin saber cómo, te puedes encontrar con muchos, muchísimos kilos de papel repartidos entre la sala de estar y el pasillo, y de paso, con la duda existencial de si debes: a) continuar alimentando la idea de que tal vez el porvenir alumbrará un mundo mejor en el que por fin tu talento será reconocido; o b) trasladar sin más todos esos kilos de papel al contenedor azul. No hace falta decir que tu cónyuge abogará con algo más que entusiasmo por la segunda opción.
 
Por otra parte, ¿acaso no es autoeditarse lo que yo hago en este blog? Parece evidente que sí: publico las cosas que escribo, escribo las cosas que publico. A primera vista, no se aprecia diferencia esencial alguna con la autoedición que nos ofrecen esas webs especializadas. Y a segunda, tampoco. Sin embargo, publicar en este blog me ofrece incuestionables ventajas. Primera: me cuesta tiempo y esfuerzo (sí, cuesta creerlo, lo sé) pero de momento, y mientras el Sr. Google no disponga otra cosa, no me cuesta un euro. Segunda: es más ecológica; habrá quien objete que también la autoedición es ecológica cuando se publican libros en formato electrónico, pero bueno… en ese caso podemos dejarlo en empate, ¿porque qué coño es esto, sino un formato electrónico? Tercera, pero no menos importante: no pongo a mis amigos y familiares en el compromiso de tener que adquirir unas cuartillas medianamente bien encuadernadas o unos bytes medianamente bien distribuidos, malgastando así un puñado de euros dignos de mejor causa. Aquí están las cosas publicadas, quien lo desee –familiar o no, amigo o no– puede leerlas, y la vanidad queda suficientemente satisfecha. Al menos, por ahora.
 
No me convence, pues, la autoedición que me ofrecen esas webs especializadas. Ni siquiera me seducen los pingües beneficios que auguran a los autores. Si yo no he entendido mal cómo funciona el invento, esas ganancias son directamente proporcionales a las aptitudes comerciales del interesado, y las mías están muy lejos de alcanzar siquiera la categoría de aceptables.
 
En principio, tampoco me interesa el universalmente kantiano a la par que típicamente hispánico favor con favor se paga, también formulado como hoy por ti, mañana por mí, que básicamente consiste en yo te escribo un prólogo, tú me lo escribes a mí, yo te presento un libro, tú me lo presentas a mí, yo reseño tu novela, tú reseñas la mía, yo compro tu libro y tú compras el mío. En fin, esa extraña endogamia literaria por cuyas venas suele correr el dinero público, si bien con menos alegría en estos tiempos aciagos que hace tan solo unos meses. A lo largo de estos últimos años he tenido ocasión de asomarme por la rendija de la puerta a esa ordenada habitación en la que cada cosa está perfectamente colocada en su sitio, y desde ahí me ha parecido que algunas de esas cosas tienen auténtico valor, pero ese orden tan estricto hace que me resulte más difícil apreciarlo. Tal vez habría que sacarlas de ahí, tal vez deberían tomar distancia. Desde luego, algunos escritores y algunas personas que he tenido la suerte de conocer en este tiempo merecen algo mejor. Algo mucho mejor. En cualquier caso, reconozco sin ambages que esto, dicho desde el lugar que yo ocupo en el mundo, no sólo suena pretencioso, sino que de hecho lo es. Y no pongo la mano en el fuego por mí mismo. No puedo asegurar que, llegado el caso, no fuese a perder mi propio culo y a lamer unos cuantos ajenos con tal de ver publicadas en papel encuadernado algunas de las cosas que he escrito. Como ocurre con casi todo en esta vida, hay que verse en situación para saber cómo reaccionará uno.
 
Porque yo no desecho la idea de publicar. Por supuesto que quiero publicar. Pero quiero que alguien que no sea mi abuela, ni mi madre, ni un familiar, ni siquiera un buen amigo, alguien que no me profese el más mínimo afecto y que, al mismo tiempo, tenga algún criterio literario, o profesional, o algún criterio sin más, quiero –decía– que ese alguien considere que las cosas que yo escribo tal vez puedan interesar a otras personas que no sean mi abuela, ni mi madre, ni un familiar, ni siquiera un buen amigo, a otras personas que no me profesen el más mínimo afecto. A ser posible, que ni me conozcan. Y que ese alguien considere que esas otras personas no sólo podrían estar interesadas en las cosas que yo escribo, sino que tal vez, y sólo tal vez, hasta podrían pagar por leerlas. Y ese alguien, por definición, no puedo ser yo mismo. A ese alguien creo que lo llaman editor, y cuando es persona jurídica, editorial. Y pretender que uno de estos te haga caso, uno de verdad, eso sí que es vanidad. Y gorda. Pero debe ser, al mismo tiempo, una vanidad hasta cierto punto controlada. Debe uno estar dispuesto a admitir que la causa última de que no aparezca ese alguien no radica en una ausencia universal de buen gusto literario, ni en un extraño e intrincado complot internacional dirigido a que el mundo jamás descubra nuestro talento oculto. Si ese alguien no aparece, lo más probable es que eso se deba al hecho de que ese talento, más que oculto, es extremadamente modesto, cuando no directamente inexistente. Llegados a ese punto, descubre uno la verdadera utilidad de los blogs, las webs personales, e incluso de la autoedición. Me atrevo a afirmar que, para la vanidad y su satisfacción, aunque sea modesta, no reza aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
 
Por otra parte, ¿no empieza a ser notable la desproporción entre el número de escritores y el número de lectores? ¿No hay ya demasiada gente que escribe cosas? Y sobre todo, ¿no hay ya bastantes cosas muy interesantes, muy inteligentes, absolutamente sorprendentes y/o tremendamente emotivas escritas (sí, desgraciadamente) por otros? Tal vez ni escribir, ni publicar. Tal vez lo mejor sea dedicar ese tiempo tan valioso a leer. Nada más. Y nada menos.

Asideros o motores

30 junio 2011

Tan verdad es que cuando oscurece siempre necesitamos a alguien como que, cuando amanece, siempre necesitamos recordar que nos queda algún objetivo en la vida.

Enrique Vila-Matas
en Dublinesca (2010)

Asuntos cardiovasculares

20 junio 2011

Vuelvo a la entrada anterior y compruebo, no sin cierto asombro, el interés que pueden llegar a suscitar las cuestiones relacionadas con el corazón. Como muestra, ahí quedan todos esos comentarios y el más que notable ingenio de los comentaristas. Sobre todo, el de algunos. Estupendo. Parece evidente que causa admiración cómo trabaja el corazón. Y eso que allí sólo se hablaba sobre corazones rotos o averiados, sobre su posible reparación, con o sin garantía, y sobre si puede (o debe) uno estar preparado para semejante eventualidad. Nadie habló de corazones valientes. O locos, sin más. Aunque a veces la diferencia es sutil, muy sutil, prácticamente inapreciable. En cualquier caso, está claro que lo que nos mueve es el tilín del corazón. Del puto corazón. Estamos apañados.

Preparados, listos...

14 junio 2011

¿Estás preparado para que te rompan el corazón?, preguntó Mr. Cole hace ya muchos años. ¿Estás listo para sangrar? ¿Qué haría falta para borrarte esa sonrisa de la cara? No es fácil responder. O sí. ¿Estás preparado? ¿Y quién coño está preparado para algo así? Sin embargo, ¿alguien se ha librado de probar un poco de eso? ¿Aunque sea sólo un poco? ¿Sirve de algo decirle a un hijo que no se tome disgustos, que es mejor darlos? Y yendo un poco más allá, ¿es aconsejable aconsejar algo así? A la larga, quizá resulte aún peor. Así que ahora, cuando parece que se acerca el momento de preguntar a la siguiente generación, no me gustaría tener que esperar veintidós años para contestar que sí, Lloyd, que estamos listos para que nos rompan el corazón. Porque, vamos a ver, preparados o no... ¿quién coño nos lo va a evitar? Que levante la mano. Y porque mucho me temo que lo importante no es evitar que se rompa, sino saber arreglarlo.

En tu fiesta me colé

07 junio 2011

Siempre guapos. Siempre impecables. Blusa Lemoniez y colgante con inicial de Marta Salinas, shorts de Pinko, bolso de Valentino, bailarinas It Shoes y gafas DsQuared2. Polo de Purificación García, pantalones de Boss Orange, zapatillas Sperry Bahama en tonos náuticos, cinturón de Gucci, gafas de Carrera y reloj de Bell & Ross. Pitillos de Blanco, camiseta básica XL de Mango, bolso de Fun and Basic de temporada y bailarinas de Cendra Basic. Cada uno en su estilo, pero siempre a la última. Flamantes en los escaparates. O desnudos en los desvanes. Y lo mejor: en sus fiestas, si no bailas, no haces el ridículo.

Memoria, balance y aprobación de cuentas

03 junio 2011

Querida Annie:

«¿Qué harías si pensaras que has perdido quince años de tu vida?» ¿Me tomas el pelo? No sé si alguien te lo habrá dicho alguna vez, pero soy el peor experto del mundo en este asunto concreto. Me refiero a que es obvio que he perdido más de quince años de mi vida, pero espero que pases por alto esos años de más y me mires como a un espíritu afín. Quizá incluso como a un gurú.

Antes que nada, tienes que rebajar mucho esa cifra. Haz una lista de todos los buenos libros que has leído, de las películas que has visto, de las conversaciones que has tenido, y así sucesivamente, y asigna a todas esas cosas un valor temporal. Con un poco de contabilidad creativa, podrás reducir esos quince años a diez. Yo he rebajado los míos a esa cantidad, aunque he hecho trampas aquí y allí. He incluido en la rebaja, por ejemplo, todos los años de mi hijo Jackson, que se ha pasado un montón de esos años perdidos en el colegio y dormido.

Me gustaría decir que todo lo que ingresas en aproximadamente una década te lo puedes descontar en concepto de pago de impuestos, pero no es así como me siento. Me sigue poniendo enfermo todo el tiempo que he perdido, pero sólo me lo confieso a mí mismo justo antes de conciliar el sueño, y por eso quizá no soy el mejor de los durmientes. ¿Qué puedo decirte? Si realmente fue un tiempo perdido –y necesitaría revisar tus libros biográficos con detenimiento ante de poder confirmarte este punto–, tengo malas noticias para ti: es tiempo pasado. Tal vez puedas añadir unos años más a tu vida dejando las drogas, o el tabaco, o yendo al gimnasio todos los días, pero me temo que pasados los ochenta los años no son tan divertidos como se dice.

Sabes, siquiera por mi dirección de e-mail, que tengo debilidad por Dickens; ahora mismo estoy leyendo sus cartas. Son doce volúmenes, y cada uno de ellos tiene varios centenares de páginas. Si sólo hubiera escrito cartas, habría tenido ya una vida bastante productiva, pero no sólo escribió cartas. También hay cuatro volúmenes de sus artículos periodísticos, y bien gruesos. Dirigió un par de revistas. Tuvo una vida amorosa intensa y no convencional, y unas cuantas amistades memorables. ¿Me olvido de algo? O sí: es autor de una docena de las grandes novelas en lengua inglesa. Así que estoy empezando a preguntarme si mi apasionamiento con él no lo causa, en parte al menos, el hecho de que Dickens sea lo opuesto a mí. Es ese hombre cuya vida miramos y pensamos: Dios, no anduvo haciendo el tonto... Es algo que sucede, ¿no? El que la gente se sienta atraída por sus opuestos.

Pero no hay mucha gente como el viejo Charlie. La mayoría de los humanos no crean obras destinadas a durar. Venden anillas de cortinas, como el personaje de aquella película interpretado por John Candy (bueno, las anillas pueden durar; pero probablemente no son algo de lo que la gente habla cuando uno pasa a mejor vida). Así que no se trata de lo que haces. No puede tratarse de eso, ¿verdad? Tiene que tratarse de cómo eres, de cómo amas, de cómo te tratas a ti mismo y a quienes te rodean, y eso es lo que a mí me corroe por dentro. Me pasaba el tiempo bebiendo y viendo la televisión, sin amar a nadie, ni a esposas ni a amantes ni a hijos, y eso sí que no hay manera de maquillarlo. Por eso Jackson es algo tan importante. Es mi última esperanza, y derramo todo lo que me queda sobre la cabeza de ese chiquillo mío. ¡De ese pobre crío! A menos que supere los logros combinados de Dickens, JFK, James Brown y Michael Jordan, me habrá defraudado. Aunque yo no estaré aquí para verlo.

Tucker.

Nick Hornby
en Juliet, desnuda (2009)

Un bien escaso

26 mayo 2011

Nunca tenemos bastante. Nunca es suficiente. Siempre nos falta. Para hacer deporte. Para leer más. Y mejor. Para aprender. Para escribir. Para pasar un rato con un hijo, con un padre o con un amigo. Para decir esas dos o tres cosas que son tan importantes. O para haberlas dicho, cuando la ausencia ya no admite marcha atrás. Para hablar. Para mirar. Para pensar. Para hacer las cosas despacio. Lento. Tranquilo. Con calma. El caso es que siempre necesitamos un poco más. O mucho. En el mundo de la prisa, la urgencia y la velocidad, casi nunca lo encontramos.

No es cierto que sean imposibles los viajes temporales. Todos viajamos en el tiempo, pero siempre hacia delante. Cada vez más rápido. Y cuanto más camino llevamos recorrido, más nos falta. Menos tenemos. Tiempo.

Lo que la naturaleza da y lo que Salamanca presta

16 mayo 2011

«Tan profundamente enraizado parece ser su horror respecto a ese hombre», dijo Nicholas, «que apenas puedo creer que realmente sea su hijo. La naturaleza no parece haberle insuflado en el pecho el más leve sentimiento de afecto por él, y es seguro que ella no se equivoca».

«Mi querido señor», respondió el Sr. Charles Cheeryble, «usted cae en el error muy común de atribuirle a la naturaleza asuntos con los que ella no tiene la menor conexión, y de los cuales no es culpable en absoluto. Los hombres hablan de la naturaleza en abstracto, y al hacerlo pierden de vista lo que es natural. Aquí tenemos a un pobre muchacho que nunca ha sentido el cuidado de un padre, que no ha conocido sino sufrimiento y dolor en toda su existencia, y que es presentado a un hombre que dice ser su padre, y cuyo primer acto es dar a conocer su intención de poner fin a su breve período de felicidad y reintegrarlo a su antiguo destino, privándolo del único amigo que jamás tuviera... que es usted. Si la naturaleza, en un caso como ese, pusiera en el pecho de ese muchacho un solo impulso secreto que lo urgiera a irse con su padre y alejarse de usted, sería una mentirosa y una idiota».

Nicholas estaba encantado de oír al anciano hablar con tanta cordialidad, y esperanzado de que continuara expresándose en los mismos términos permanecía en silencio.

«Con ese mismo error tropiezo yo, de una u otra forma, a cada paso», dijo el Sr. Cheeryble. «Padres que nunca mostraron su amor se quejan de falta de afecto natural por parte de sus hijos... hijos que nunca mostraron su obediencia, se quejan de falta de sentimiento natural en sus padres... juristas que encuentran a ambos tan desgraciados que sus afectos jamás pudieron desarrollarse por falta del sol de la vida, alzan la voz para moralizar a los padres y también a los hijos, y proclamar que se están pasando por alto los propios vínculos de la naturaleza. Los afectos y los instintos naturales, mi querido señor, son las más bellas obras del Todopoderoso, pero al igual que otros hermosos trabajos Suyos, tienen que ser cultivados y promovidos, o será natural que queden totalmente oscurecidos, y que nuevos sentimientos usurpen su sitio, del mismo modo que si las más dulces producciones de la tierra permanecen sin cuidado son estranguladas por las malas hierbas y las zarzas. Ojalá con más frecuencia tomáramos esto en cuenta, y recordando las obligaciones naturales a su debido tiempo habláramos de ellas más oportunamente».

Charles Dickens
en Nicholas Nickleby (1838-1839)

Los lunes al sol

13 mayo 2011

Y los martes. Y los miércoles. Los jueves ya se va nublando. Los viernes, los sábados, los domingos por la mañana... lluvia en distintas dosis. Chispeo, chubasco, aguacero, diluvio, chaparrón. Que se mojen los cristales de la estación. ¡Organización, por favor! ¡Organización! Para poner coto a este desorden, una propuesta; que no se diga que no somos constructivos: de cara al verano entrante, o a la próxima primavera, ¿porqué no corremos la semana tres días hacia delante o hacia atrás, sin avisar al responsable de semejante desbarajuste? Pues no. Ahí tienes, otro día soleado. Tu jodido día soleado.

Fernando, de Vizcaya

10 abril 2011

Éste es Fernando, de Vizcaya. Más allá de eso, no lo conozco. No sé quién es. Hoy he descubierto que tiene un blog. O lo tenía. Un blog que se quedó parado el 26 de septiembre de 2010, atrapado en una estupenda canción, como habréis podido comprobar. Nada desde entonces. Incluso está cerrada la posibilidad de hacer comentarios, así que ni siquiera he podido decirle algo, lo que sea. Quizá esa sea una de las razones de esta entrada

Algunos años antes, en abril de 2002, con ocasión del día del libro y de la entrega del Premio Cervantes a Álvaro Mutis, la web del diario El Mundo convocó un concurso de microrrelatos. Las reglas, sencillas: 1ª) un máximo de 125 palabras o 1000 caracteres; 2ª) el texto debía contener la palabra «mutis», que se hizo pública a las 12:00 horas; y 3ª) el relato tenía que ser enviado antes de las 14:00 horas de ese mismo día. Conseguir un resultado aceptable ya era harina de otro costal, como se verá. Porque yo participé. Por aquél entonces acababa de comprender que, si de verdad era cierto que tanto me gustaba escribir, lo único que tenía que hacer era ponerme a ello. Y me puse. Y me presentaba a concursos como aquél. Con escaso éxito, claro, pero me presentaba. En el caso que nos ocupa, la única relevancia que consiguió mi modesto intento fue que, al entrar el último, justo sobre la bocina, ding, dong, aparece el primero en la extensa lista de microrrelatos presentados. Sí, en efecto, ya lo sé. Nada que ver con el ganador ni con los finalistas. Sobre todo, con el ganador; una gran idea, en mi opinión. Con el paso del tiempo, ese microrrelato fue aprovechado para el inicio de un relato más extenso, uno de los que figura en este mismo blog. No sé si a eso se le puede llamar plagio, espero que no.

Os preguntaréis qué tendrá que ver una cosa con la otra. O quizá no, quizá no os lo preguntéis, quizá ni siquiera hayáis llegado hasta aquí, pero haré como que sí. Como que habéis llegado y como que os lo habéis preguntado.

Ocurre que hoy, haciendo esa tontería que hacemos todos de vez en cuando de buscar nuestro nombre en Internet... ah, cómo, ¿que no lo hacemos todos? ¿Casi todos, tal vez? ¿Tampoco? Vaya. Bueno, pues... buscando mi nombre en Internet, como creía que era costumbre, en un puesto no demasiado relevante de la no demasiado extensa lista de resultados obtenidos por Google, ha aparecido esto. Fechado el 6 de noviembre de 2008. Más de seis años y medio después del concurso de microrrelatos, casi dos años antes de que el blog de Fernando, de Vizcaya, quedase detenido, no sabemos si para siempre.

Llevo muchos meses sin escribir nada. Nada que no sea prosaico trabajo o efímeras entradas para un blog. No es algo meditado, no es una decisión. Ni siquiera es desidia. Es sólo ese no encontrar el momento adecuado, ese tengo que organizarme mejor, ese la semana que viene me pongo en serio... que quizá no sea más que una forma de cobardía más, y que se había convertido en un hábito que ni siquiera me cuestionaba ya. Hasta hoy. La entrada en la bitácora de Fernando, de Vizcaya, me empuja de nuevo al ruedo. De alguna forma, creo que es algo que debo intentar una vez más. Y sé que tengo una larga y acreditada trayectoria como incumplidor de buenos propósitos, pero no es menos cierto que esa trayectoria es sólo el reverso necesario de quien no deja de hacerlos una y otra vez, inasequible al desaliento. O casi. Así que ya veremos qué pasa con este buen propósito de hoy. En cualquier caso, y pase lo que pase, muchas gracias por el empujón Fernando, de Vizcaya.

Conócete a ti mismo

31 marzo 2011

¿Sí? ¿Y para qué? ¿Y si no me gusto? ¿Y si resulta que no me caigo bien? Y lo que es peor, ¿y si luego no me dejo en paz? ¿Y si no dejo de escuchar esa voz? Una vez que te conoces, es muy difícil acallarla. Una vez que te conoces, es casi imposible escapar. Y si lo intentas, el precio puede llegar a ser muy alto. La huída te puede salir cara. Así que, al final, acabas conversando con el hombre que siempre va contigo. Porque, digan lo que digan, nadie puede escapar sin más. Más pronto o más tarde, William Wilson te da alcance.

Es bueno que haga frío

09 marzo 2011

Y ahora que el invierno parece estar por la labor de irse, tal vez no sea mala idea recordarlo: a veces, es bueno que haga frío. Porque sólo cuando hace frío ahí fuera pueden escucharse cosas como esta. Sólo cuando hace frío ahí fuera... baby

Estrellas abandonadas en un desván

02 marzo 2011

Yo soy una buena canción, creo. O no del todo mala, al menos. Lo que pasa es que al tipo que me escribió le faltó paciencia. O ambición. O tiempo. O un poco de todo eso. El caso es que se marchó y me dejó aquí, con otro montón de canciones, abandonada dentro de un viejo baúl que a su vez dejó abandonado en un viejo cuarto trastero. Yo creo que soy mejor que las otras canciones, pero cada una de ellas piensa exactamente eso de sí misma, así que no me atrevo a afirmarlo de forma categórica. Pero me parece que soy una buena canción, de eso estoy casi segura. Y por eso sigo aquí, esperando que alguien me encuentre un poco por casualidad, un poco por instinto, y me ponga en manos de otro músico. A ser posible, de un músico con talento y renombre. De alguien que descubra mis virtudes ocultas, que ponga música a mis palabras. Alguien que me dé un buen final y una larga vida. La vida más larga que una canción puede desear. Una vida que vaya mucho más allá que la del tipo que me escribió. Y que la de quien me haya de encontrar. Y que la del músico que me dé voz. Y que la tuya.

No molestar

22 febrero 2011

Por favor, padre, deja dormir al futuro como se merece. Pues si se lo despierta antes de tiempo, lo único que se consigue es un presente dormido.

Franz Kafka
en Diarios (febrero 1911)

Música para vecinos

06 febrero 2011

Hay gente a la que le molesta. Y les comprendo. Cualquier sonido no deseado puede perturbar el estudio, la siesta, la lectura o una suave sesión de caricias furtivas. O varias de estas actividades al mismo tiempo.  Pasé por ese rechazo durante una larga, larguísima temporada, cuando preparaba oposiciones. La habitación que mis padres prepararon con cariño para cuidar al máximo mi concentración daba a un patio interior, y cualquier sonido que entraba por la ventana me molestaba, me exasperaba hasta la más grotesca comicidad. Recuerdo algunas de mis desmedidas reacciones. Vivíamos en el cuarto izquierda. El hijo mayor del tercero derecha hacía gala de su pasión por la ópera, esa curiosa rama del arte con la que al cabo del tiempo, según tengo entendido, llegó a ganarse la vida. Las niñas del segundo derecha, a las que la crisis de los primeros noventa llevó a otro edificio, en otro barrio, tan rápido como las había traído el boom inmobiliario de los últimos ochenta, hacían sonar a los Hombres G hasta ahogar el Tannhäuser. Y yo trataba de ahogarlos, a los dos, a Wagner y a David Summers, a base de alaridos que hacían retumbar en el patio mis airadas protestas y mi santa indignación. O recriminaba su inocente melomanía lanzando garbanzos, huesos de albaricoque o cortezas de mandarina contra sus respectivas ventanas. O fijaba carteles reprobatorios en el ascensor. Reprobatorios, y lo que es peor, terriblemente pedantes. Imperdonable. Y eso es sólo una muestra de las diversas neurosis y psicopatías por las que suele verse afectado cualquier opositor que se precie de serlo. O de haberlo sido. Tal vez merezca la pena volver sobre esas manifestaciones de demencia prematura otro día, desde la perspectiva que suele proporcionar un poco de tiempo. O mucho. Eso, siempre y cuando no lo impida mi hipertrofiado sentido del ridículo.

Pero eso fue solo una etapa. Desde siempre ―desde muchísimo antes, desde que era muy pequeño, y también después, cuando me libré de aquel infierno― recuerdo con agrado la música que se colaba por los patios interiores. La tengo asociada, sobre todo, a larguísimas y perezosas tardes de verano. De primavera, a veces. Transistores, radiocasetes, televisores y vinilos hacían sonar melodías que yo no había elegido, que no siempre conocía, y que muchas veces ni siquiera me gustaban, pero que me transportaban a otros pisos, a otras habitaciones, a otros mundos.

Y sí, comprendo que puede resultar molesta. Sé que no siempre es bien recibida. Pero no hay peligro: los aislamientos de PVC, el aire acondicionado que mantiene cerradas nuestras ventanas cuando el calor amenaza, los auriculares, el emepetrés y otros inventos del maligno, e incluso, por qué no decirlo, la progresiva desaparición de los patios interiores en la moderna arquitectura residencial, le ponen freno. La están matando. Además, esa música casi siempre parece ir hacia arriba, como el humo, como los olores, como el aire caliente, y ahora que vivo en un primero se han reducido notablemente las posibilidades de volver a escucharla. Y cómo la echo de menos a veces, incluso en invierno.

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