Como las tablas para el queso y las feas figuras de cerámica que a veces se regalan a las novias, la memoria parece tener un destino próximo al mar. Los libros de memorias se escriben en una mesa como ésta, se corrigen, se publican, se leen, e inician su inevitable viaje hacia las estanterías de las casas y chalets que uno alquila durante el verano. En la última vivienda que alquilamos, teníamos junto a la cama las Memorias de una Gran Duquesa, los Recuerdos de un ballenero yanqui y un ejemplar de bolsillo de Adiós a todo eso, pero es lo mismo en todo el mundo. El único libro que había en mi habitación en un hotel de Taormina era Ricordi d'un soldato garibaldino, y en el cuarto que ocupé en Yalta encontré «Повесть о Жиэни». Seguramente, la impopularidad es en parte responsable de ese desplazamiento hacia el agua salada, pero, si el mar es el símbolo más universal del recuerdo, ¿cómo podría no haber una misteriosa afinidad entre las memorias publicadas y el estruendo de las olas? Así pues, redacto lo que sigue con la feliz convicción de que estas páginas se abrirán camino por ocupar alguna repisa con una buena vista sobre una costa bravía. Hasta soy capaz de ver la habitación: veo la alfombra de paja, el cristal de la ventana empañado por el salitre, y siento que la casa se estremece ante el clamor de la mar gruesa.
John Cheever
en Percy (1973, The New Yorker)
en Percy (1973, The New Yorker)
2 comentarios:
La memoria, como las compañías telefónicas, siempre jodiendo.
Cumpliendo con su misión. Nunca es bastante selectiva
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