De unos años a esta parte, todos los escritores que consiguen engancharme a la
primera tienen un denominador común: son anglosajones. La mayoría de ellos,
estadounidenses. Este año ya me ha ocurrido con tres: Dennis Lehane, Jonathan
Franzen y David Foster Wallace (sí, en efecto, esos mismos, a estas alturas; mi atraso
cultural alcanza ya proporciones legendarias). Pero todos los años me ocurre
con alguno. Y en casi todos los casos, la fascinación perdura en el tiempo.
Son muchos escritores ya. De antes y de ahora. Cada uno en su estilo. Cada uno con
sus filias y sus fobias. Unos con novelas, otros con relatos. Cada uno con su
género a cuestas. Ellos son los que escriben sobre cosas que me interesan, los
que me cuentan las historias que quiero leer.
Ahora es cuando lamento no haber aprendido bien inglés. Ingles leído nivel alto. O
altísimo. Mi abuelo lo hizo. Empezó en la cárcel, con ayuda de un diccionario y
una gramática, y ya no paró. Inglés, francés, alemán, italiano. Siempre con el
mismo método: textos, diccionario y gramática. En sus últimos años de vida
podía leer de corrido textos complejos en cualquiera de esos cuatro idiomas.
Sólo leer, por supuesto; nada de hablar ni de escuchar. Aún conservo muchos de
sus libros en idiomas extraños. Extraños para mí, claro. Siempre lo admiré, y
ahora, además, le envidio.
Pero no nos apartemos del tema. Anglosajones, decía, americanos sobre todo. Y no es
que no me gusten otros escritores. Todo lo contrario, me gustan. En algunos
casos, mucho. Quizá con la excepción de los franceses, que por regla general me
suelen aburrir bastante (aquí abro un paréntesis para pedir disculpas por hacer
gala de mi osada ignorancia; una vez más, no he podido evitarlo). Pero el caso
es que sí, hay otros que también me gustan. Lo que pasa es que, mire usted, no
es lo mismo. No los disfruto igual. Quién sabe, quizá me estoy encasillando
como lector.
¿Y qué hay del producto nacional? ¿Acaso no es usted español, español, español...
oé? Pues sí, claro que sí, faltaría más. Y mucho más ahora, con los aires que
nos damos. Pero es que en esta concreta materia de las novelas y los cuentos…
pues eso, que no es lo mismo. Ya nos lo dijo Enrique Murillo hace algunos años,
en el Taller de Lola López Mondéjar: en España no es que escribamos bien,
escribimos bonito, pero no tenemos grandes narradores. Pensaba él, qué cosas,
que los grandes narradores son, precisamente, los anglosajones.
No voy a negar que, al escucharlo, experimenté una cierta satisfacción. Algunos
seguimos siendo tan tontos que estas coincidencias de opinión nos hacen
sentirnos algo más seguros en terreno resbaladizo; es lamentable, sí, pero a
estas alturas no parece que eso vaya a tener remedio. Claro que, al mismo
tiempo, también sufrí una pequeña punzada en el orgullo: la de saber que nunca
podré escribir como esos escritores que tanto me gustan. Pequeña, por supuesto.
La punzada, pequeña. Y cada vez que pienso en esto, más pequeña. Nada grave ni
preocupante. A mi edad, ya empiezo a desengancharme de los delirios de
grandeza. Pero, por muy pequeña que sea, no puedo perder de vista que, cuando
me siento a escribir (y cada vez me cuesta más, y cada vez lo hago menos), el
resultado difiere del objetivo. Siempre.
Lo dijo un escritor ilustre, no recuerdo cuál. García Márquez,
tal vez. Me suena, pero no estoy seguro, ni tengo tiempo ni ganas de ponerme a
buscarlo en Internet. El caso es que alguien lo dijo: uno no escribe como
quiere, sino como sabe o como puede. Y al que lo dijo, quienquiera que fuese,
le sobraba razón.
Yo no puedo luchar, al mismo tiempo, conmigo mismo, con la educación que he
recibido y con siglos de tradición. No soy americano, ni siquiera inglés.
Cuando escribo, yo escribo como el español que soy, con toda mi carga genética,
mi educación y mi tradición cultural a cuestas. Ni la globalización ha podido
con todo eso. Y por mucho que nuestra selección gane Eurocopas y Mundiales, y
nos dé grandes alegrías (a mí, desde luego, me las da), yo preferiría escribir
como uno de esos americanos o ingleses cuyos textos admiro tanto. Yo preferiría
escribir cosas que me fascinase leer, si es que alguna vez pudiera leerlas por
primera vez.