Viajar a través de él, detenerlo, acelerarlo, o volver a un punto anterior y tener una segunda oportunidad como Peggy Sue. Incluso, porqué no, aprovecharlo mejor. En definitiva, jugar con el tiempo. Desconozco si alguna universidad del mundo civilizado ha tenido ocasión de elaborar algún estudio estadístico acerca de esta cuestión, pero mientras lo confirmo o no lo confirmo, estoy por afirmar que quizá sea esta la fantasía con la que más nos engañamos. O que más nos engaña.
Tanto, que en este breve espacio en que no estás apenas si puedo detenerme en una de sus manifestaciones: la posibilidad de detener el tiempo a nuestra voluntad.
Se trata, sin ningún género de dudas, de una fantasía recurrente. Dejando a un lado la infinidad de veces en que cada uno de nosotros ha sentido auténtica necesidad de hacerlo por los más espurios motivos, me acuerdo ahora de algunos ejemplos concretos. Creo recordar que desde finales de los noventa hasta mediados los dosmiles se emitió por televisión una serie adolescente (o infantil, en algunos casos la frontera se difumina) en la que un niño, Bernardo, podía detener el tiempo y desfacer entuertos gracias a un reloj mágico. «Bernardo y su reloj», se llamaba, y me complace poner en vuestro conocimiento que el autor del título no sufrió ningún quebranto grave a causa de los esfuerzos dedicados a la ímproba tarea de parirlo. El título, digo. También el maestro H.G. Wells afrontó esta fantasía temporal en una de sus historias, aunque con matices ligeramente distintos, pero esa, nunca mejor dicho, es otra historia y no la desvelaré aquí. Merece su propio espacio. Y en esta misma línea iba la ya casi legendaria película «Atrapado en el tiempo», si bien parece que, en ese caso, el asunto funciona al revés: en lugar de quedarse parado todo el mundo salvo el protagonista, que sigue avanzando, es el protagonista el que se quedaba detenido en el tiempo mientras los demás siguen haciendo su vida normal. Y siempre la misma vida normal, siempre en el mismo día, sin advertirlo. En fin… parecido, aunque no exactamente lo mismo.
En cualquier caso, todo parece indicar que nadie hace ascos a este asunto de parar el tiempo a su antojo, y que, quien más quien menos, todos hemos fantaseado alguna vez con esta posibilidad. Con fines confesables o inconfesables. O con fines inconfesables para algunos pero confesables para otros, como podréis comprobar acto seguido. Pero ojo: aunque la facultad de parar el tiempo es atractiva y ofrece múltiples posibilidades, puede ocasionar efectos secundarios y daños colaterales. Sobre todo, en manos de un hombre repulsivo.
Tanto, que en este breve espacio en que no estás apenas si puedo detenerme en una de sus manifestaciones: la posibilidad de detener el tiempo a nuestra voluntad.
Se trata, sin ningún género de dudas, de una fantasía recurrente. Dejando a un lado la infinidad de veces en que cada uno de nosotros ha sentido auténtica necesidad de hacerlo por los más espurios motivos, me acuerdo ahora de algunos ejemplos concretos. Creo recordar que desde finales de los noventa hasta mediados los dosmiles se emitió por televisión una serie adolescente (o infantil, en algunos casos la frontera se difumina) en la que un niño, Bernardo, podía detener el tiempo y desfacer entuertos gracias a un reloj mágico. «Bernardo y su reloj», se llamaba, y me complace poner en vuestro conocimiento que el autor del título no sufrió ningún quebranto grave a causa de los esfuerzos dedicados a la ímproba tarea de parirlo. El título, digo. También el maestro H.G. Wells afrontó esta fantasía temporal en una de sus historias, aunque con matices ligeramente distintos, pero esa, nunca mejor dicho, es otra historia y no la desvelaré aquí. Merece su propio espacio. Y en esta misma línea iba la ya casi legendaria película «Atrapado en el tiempo», si bien parece que, en ese caso, el asunto funciona al revés: en lugar de quedarse parado todo el mundo salvo el protagonista, que sigue avanzando, es el protagonista el que se quedaba detenido en el tiempo mientras los demás siguen haciendo su vida normal. Y siempre la misma vida normal, siempre en el mismo día, sin advertirlo. En fin… parecido, aunque no exactamente lo mismo.
En cualquier caso, todo parece indicar que nadie hace ascos a este asunto de parar el tiempo a su antojo, y que, quien más quien menos, todos hemos fantaseado alguna vez con esta posibilidad. Con fines confesables o inconfesables. O con fines inconfesables para algunos pero confesables para otros, como podréis comprobar acto seguido. Pero ojo: aunque la facultad de parar el tiempo es atractiva y ofrece múltiples posibilidades, puede ocasionar efectos secundarios y daños colaterales. Sobre todo, en manos de un hombre repulsivo.