Mientras Ray agonizaba, y una enfermera particular iba y venía, y Joyce, con forzadas
disculpas, se escabullía repetidamente a Albany para una votación «importante»,
Patty durmió en su cama de la infancia y releyó sus libros infantiles
preferidos y combatió el desorden de la casa, sin molestarse en pedir permiso
para tirar revistas de los años noventa y cajas de folletos de la campaña de
Dukakis. Era la temporada de los catálogos de semillas, y Joyce y ella
aprovecharon agradecidas la pasión esporádica de su madre por la jardinería,
que les procuró un interés común del que hablar, sin el cual no habrían tenido
ninguno. Pero en la medida de lo posible Patty se quedaba con su padre, lo
cogía de la mano y se permitía quererlo. Casi podía sentir físicamente cómo se
redistribuían sus propios órganos emocionales, situándose por fin la autocompasión
claramente a la vista, en toda su obscenidad, como una horrenda excrecencia
roja amoratada que era necesario extirpar. Después de pasar tanto tiempo
oyendo a su padre burlarse de todo, aunque un poco más débilmente cada día, la
perturbó ver lo mucho que ella se parecía a él, y por qué sus propios hijos no
veían con más humor su capacidad para el humor, y por qué habría sido mejor
para ella obligarse a visitar más a sus padres en los años críticos de su
propia maternidad, para comprender mejor las reacciones de sus hijos ante
ella. Su sueño de fundar una nueva vida partiendo de cero, del todo independiente,
no había sido más que eso: un sueño. Era digna hija de su padre. Ni él ni ella
habían querido nunca crecer de verdad, y ahora se dedicaban a eso mismo los dos
juntos. De nada serviría negar que Patty, que será siempre competitiva,
encontró satisfacción en sentirse menos incómoda ante la enfermedad de él,
menos asustada que sus hermanos. De niña, había querido creer que él la quería
más que a nada en el mundo, y ahora, mientras le apretaba la mano intentando
ayudarlo a superar los tramos de dolor que la morfina sólo podía acortar –no
hacer desaparecer–, aquello pasó a ser verdad, los dos lo convirtieron en verdad,
y eso la cambió.
Jonathan Franzen
en Libertad (2010)