Estamos al principio de la pista. Recogemos los impresos para matricularnos en el gimnasio. O en la piscina. O en la academia de inglés. O en la de bailes de salón. Buscamos en el fondo del cajón la ropa de deporte. Miramos desafiantes a la báscula. Y al espejo. Nos juramos no volver a desaprovechar un minuto. Tratamos de programar nuestros días, nuestras semanas, para sacarles mayor rendimiento de aquí en adelante. Creemos haber descubierto, ahora, a estas alturas, cómo ser mejores padres, mejores amigos, mejores compañeros, mejores hijos o mejores parejas. Cómo ser buenos. Y nos disponemos a ponerlo en práctica. Compramos una caja de parches de nicotina. Incluso hacemos acopio de buenas lecturas. La lista de buenos propósitos se va haciendo interminable. Vamos cogiendo velocidad para iniciar el vuelo. Y de repente, la pista de despegue parece demasiado corta. ¿Necesitamos unos cuantos días más de fiesta? ¿Acaso no nos vendrían bien para coger más impulso? No lo sé. Quizá no. Las campañas promocionales están en marcha desde hace semanas, ya se ven bombillas fundidas en algunas calles y la sonrisa nos tiene al borde de la parálisis facial. Unos días más, y corremos el riesgo de llegar agotados al final de la pista. Ni siquiera levantaríamos el vuelo. Mejor dejar las cosas como están. Miramos a nuestro alrededor y deseamos lo mejor a nuestros compañeros de viaje. Todavía pensamos que su suerte en el vuelo será también la nuestra. Aún no hemos caído en la cuenta de que no todos viajamos en la misma clase, de que el asiento del vecino es de ventanilla y el nuestro de pasillo, de que su vaso está más lleno, de que a él la azafata le sonríe más. Ya habrá tiempo para eso durante el vuelo. Ahora, al principio de la pista de despegue, sólo queremos pensar en el éxito del viaje.
Al menos, así parecía antes. Antes, cuando la Navidad era todo por delante, nada por detrás.
Pero a determinadas edades, y para ciertos temperamentos, esto viene a ser más bien como una pista de aterrizaje. Aterrizaje forzoso, a veces, pero aterrizaje al fin y al cabo. Vuelo superado. Con incidencias, claro. Ha habido turbulencias, tormentas, averías. La comida no siempre estaba buena y la compañía no siempre fue agradable. Pero hemos conseguido aterrizar, que no es poco. Quizá hemos perdido el equipaje, que tomó un vuelo equivocado. Persisten la hipercolesterolemia, el exceso de peso, el tabaco y la ignorancia de los idiomas y de los bailes de salón. Presentamos nuestra reclamación en el mostrador de la compañía y prometemos llevar sólo equipaje de mano la próxima vez. Hacemos balance. Y recuento. Miramos atrás, y recordamos a otros pasajeros de otros vuelos que se quedaron en el camino. En este mismo viaje o en otros anteriores. Vamos a la cafetería o al restaurante. Demasiado, quizá. Hacemos unas compras en el Duty Free. Demasiadas, quizá. Y a otra cosa.
Como quiera que sea, acabamos de llegar y ya estamos queriendo volver a salir. Apenas hemos tenido tiempo de deshacer el equipaje, y ya lo estamos volviendo a preparar. Lavamos la ropa y compramos algunas cosas nuevas, sólo lo imprescindible. ¿Sólo lo imprescindible? Otros proyectos, otros buenos propósitos. Y seguimos viajando. Nos volvemos hacia los demás pasajeros, y una vez más les deseamos un feliz vuelo. Corremos a pillar el asiento de la ventanilla, como si no supiésemos que está adjudicado desde que se hicieron las reservas. Y continuamos nuestro viaje.
Señoras y señores pasajeros, abróchense los cinturones. Estamos a punto de despegar. O de aterrizar, lo que sea. Que tengan un feliz vuelo. O que lo hayan tenido. Qué más da. El caso es que la vida sigue, mientras por afuera pasan los aviones.