El barrio en el que vivo es un barrio humilde, modesto, pero no un barrio marginal. Ni mucho menos. Es un barrio de gente trabajadora, de pequeños autónomos. Peluquerías, panaderías, bares, tiendas de ropa, locutorios, alpargaterías, alguna sucursal bancaria. El pasado sábado, en la esquina de mi manzana, había una señora de pie, apoyada sobre la fachada de un local vacío en el que hasta hace unos meses vendían ropa barata, y hasta hace un par de años, artículos deportivos. Rondaba los setenta años. Tal vez un poco menos, quizá un poco más... no soy muy bueno calibrando la edad de la gente; de hecho, me temo que ni siquiera he aprendido aún a calibrar bien la mía. Llevaba un vestido estampado, rojo y negro. O rojo y gris oscuro. El pelo corto, teñido de rubio. No estaba delgada, tampoco excesivamente gruesa. Zapatos negros. Una señora normal, una señora cualquiera, como muchas otras señoras que circulan por mi barrio con sus nietas o con sus carritos de la compra. Pero sostenía en la mano derecha un vaso de plástico en cuyo fondo descansaban las monedas que algunos transeúntes le iban echando. Pocas, la verdad. Muy pocas.