Cuando llega el momento de empezar a escribir otro cuento, lo primero que hago es elegir una de las ideas que tengo guardadas. Abro una determinada carpeta del ordenador, y allí están las ideas. Malas, regulares e incluso alguna buena. O así me lo parece, al menos. Cada archivo que hay en la carpeta, una idea. Algunas están algo más desarrolladas, pero casi siempre son sólo un esbozo.
Sé que algunas son muy malas. Nunca llegarán a ser un cuento. Al menos, no un cuento escrito por mí. Pero no las mando a la papelera, no sé muy bien por qué. Por si algún día cambio de opinión sobre ellas, y mira que si eso llega a ocurrir no dirá mucho en mi favor. Por si alguna vez puedo sacarles punta. Como si fueran un lápiz. O por si puedo colarlas de rondón en otra historia donde puedan encontrar un hueco, cosa que ya ha funcionado en más de una ocasión. El caso es que no las borro.
Otras, aun no siendo tan malas, no pasan de ser un buen punto de partida. Un embrión. Apenas un bosquejo del que algún día puede salir algo mejor. Un cuento, quizá. No son ideas desechables, pero no son nada más que eso. Ideas, fogonazos, bocetos, esbozos. El nombre de estos archivos está escrito con mayúsculas.
Para empezar a escribir un nuevo cuento, suelo coger uno de esos archivos cuyo nombre está escrito con mayúsculas. Alguien dirá que, en realidad, ya empecé a escribirlo cuando cacé la idea al vuelo, cuando me puse a anotar con prisas en un papel o en un archivo. Yo prefiero pensar que no. Prefiero creer que es ahora cuando empiezo. Si no, si tengo que contar cada idea que nunca vuelvo a retomar, serían ya demasiadas las cosas que se quedan sin terminar.
A partir de ahí llega lo más difícil: convertir el esbozo en un cuento. Muchas veces no es siquiera el apunte de una historia, sólo de una situación, de un personaje, de una conversación… algo de lo que algún día podría llegar a salir una historia. Pero hay que sentarse delante de ese archivo y escurrir, apretar, exprimir, estrujar hasta sacar algo más. Y no es fácil. Muchas veces no sirve para nada, incluso es lo peor que puedes hacer. Si no has sacado nada después de dos o tres días, que a la hora de la verdad se traducen en tres o cuatro horas de trabajo, tal vez lo mejor sea volverlo a guardar y esperar a ver qué pasa.
Elegí uno. Uno de los que me parecía mejor. Uno en el que tenía depositadas bastantes esperanzas. Un par de días después, nada. La idea me seguía (y me sigue) pareciendo buena, pero es sólo una idea: sin historia, sin el tono adecuado, sin estructura, sin personajes. Insisto: sólo el esbozo. Y decido volver a guardarlo.
Y de repente, una mañana, en la oficina, tienes un objeto en la mano. Mientras piensas en cómo resolver un problema de trabajo, mientras hablas por teléfono, mientras jugueteas con el ratón buscando en Internet lo que no encuentras entre tus conocimientos, tienes en la mano izquierda un objeto vulgar. Le das vueltas entre los dedos de forma inconsciente. Como ese objeto, tienes varios en la mano a lo largo de la semana. Tienes muchos, de hecho. Y de repente, es precisamente hoy, viernes, al final de la mañana, cuando te das cuenta de que en ese objeto hay una historia entera. O varias. Apenas quedan veinte minutos para cerrar la oficina hasta el martes. Dejas todo lo que estás haciendo y abres un archivo nuevo. Y empiezas a teclear. Frenético. Y va saliendo todo: la situación, el hilo, las historias, los personajes, la estructura, el tono, lo que quieres decir y lo que no, cómo empezar, cómo cerrar, de qué voy a escribir y cómo. Todo.
Son sólo las primeras pinceladas, los primeros apuntes del natural escritos sobre la marcha. Pero son también casi dos páginas. Y siguen creciendo. Y sé, ahora sí, que algún día serán algo más. Lo que no sé es cuándo.