Por qué no creo en este equipo

26 noviembre 2015

No estoy tan quemado como parece, de verdad. De hecho, quizá debería estarlo mucho más (futbolísticamente hablando, por supuesto). Pero no. Sólo constato que nuestro equipo de fútbol no sólo está mal, sino que a la larga lleva camino de ir a peor.

Es posible que nuestro equipo carezca de carácter competitivo o de hambre de victorias, como dicen. No lo sé. Pero lo que no tiene son ganas de mejorar, eso parece evidente. No es de ahora, es algo que viene de bastante tiempo atrás, aunque no sabría decir exactamente desde cuándo. Si hablamos de calidad, la plantilla es excelente, probablemente una de las mejores de la historia del Club. También era excelente la del año pasado. Y la de la temporada anterior. Y la anterior. Pero no tiene espíritu de superación. Ojo: no confundamos el afán de brillo individual de algún jugador con el espíritu de superación del equipo, que es de lo que me interesa hablar aquí. Porque ese espíritu de superación que no aparece hace ya mucho tiempo, había sido desde siempre la seña de identidad de este Club.

Son muy buenos jugadores, los nuestros. En algún caso, jugadores extraordinarios. Por eso hay rachas de buen juego, de muy buen juego incluso (la segunda temporada con José Mourinho, el otoño de 2014). Y por eso ganan títulos (la segunda temporada con José Mourinho, la primavera de 2014). Pero no hay continuidad, no hay ciclos dominadores. Aparecemos y desaparecemos. Y menos mal que, por ahora, el Club nada en la abundancia. Eso es lo que nos permite asomar la cabeza en lo más alto de vez en cuando. Pero mientras sigamos así, y todo parece indicar que vamos a seguir así mucho tiempo, nunca marcaremos el paso.

Os voy a poner un ejemplo. Un ejemplo doloroso. Estamos destinados a cruzarnos en todas las competiciones con otro equipo que, para nuestra desgracia, da continuas muestras de todo lo contrario. El pasado sábado, cuando ya nos habían metido cuatro y nos habían ridiculizado en nuestra propia casa, sus jugadores hacían corrillo en el césped y se jaleaban para ir a por el quinto. Nuestro equipo, ayer, cuando ya ganaba cuatro a cero, y a pesar de «lo» del sábado, «vio el partido demasiado hecho» y se relajó. Y nos cayeron tres goles en once minutos. Y gracias. Con la que está cayendo, ¿en la cabeza de qué futbolista de este Club puede caber que existía la más mínima opción de relajarse? ¿Cómo es posible que no se les pasara por la imaginación ir a por más? Pues no. Su instinto, su acto reflejo, fue levantar el pie del acelerador. Y nuestro entrenador subraya que «hemos hecho un grandísimo partido durante setenta y ocho minutos». Pues muy bien. Vamos a por los siguientes grandísimos setenta y ocho minutos, que no sabemos en qué momento de qué partido tocarán. Mientras tanto, el equipo que el pasado sábado nos metió cuatro goles, en el siguiente partido fue a buscar el quinto después del cuarto, y el sexto después del quinto. Los dos han ganado, los dos consiguieron su objetivo y se clasificaron como primeros de grupo; más allá de la victoria, esos resultados no sólo no eran decisivos, sino que eran más bien intrascendentes. Pero son sintomáticos.

Muchos de nuestros jugadores, y entre ellos algunos de los más significados, van a vivir durante mucho tiempo de la décima Copa de Europa del Club, esa que llegó doce años después de la novena. En ese otro equipo con el que estamos destinados a cruzarnos siempre, sus jugadores vienen de ganar todos los títulos que disputaron la temporada anterior. Todos. Y cuando los ves en el campo parece que no hayan ganado nada en toda su carrera, sólo piensan en ganar el siguiente título, el que sea, da igual. O esa es la sensación que transmiten. El contraste es doloroso. Y más doloroso aún si tenemos en cuenta que ese otro equipo está sancionado y disputa la mitad de la temporada sin haber podido reforzar la plantilla con nuevos jugadores; que el mejor jugador de su historia ha estado lesionado dos meses, circunstancia ésta que han aprovechado para meternos seis puntos de ventaja y cuatro goles en nuestra propia casa; que su anterior presidente, el actual, varios directivos y la mitad de la plantilla están encausados en procedimientos judiciales varios. Da igual. Nada parece afectarles cuando saltan al campo. Por supuesto que hacen malos partidos, incluso muy malos, como nosotros los hacemos buenos, incluso muy buenos. Pero a la larga, ahí siguen, acumulando títulos y haciendo crecer su palmarés.

Muchos de nuestros jugadores, insisto, se van a retirar con una Liga de Campeones, una Liga doméstica y un par de Copas del Rey. Y se van a retirar pensando que han tenido una trayectoria magnífica. No está mal, dirán. Y es cierto, no está nada mal. Pero otros se retirarán con tres Ligas de Campeones (quién sabe si más) y no sé cuántas ligas y copas, y a lo mejor hasta piensan en las que dejaron escapar. Es la diferencia. Una diferencia importante. Crucial.

Yo creo firmemente que el carácter se educa. Lo cual, dicho sea de paso, no quiere decir que practique esa creencia en mi persona; o no tanto como debería, al menos. Pero sí, creo que el carácter se educa. Se forja, que es como se decía antes. Por supuesto que hay una parte de ese carácter que es congénito. Y por supuesto que no es lo mismo empezar a fraguar el propio carácter a los siete años, a los diecinueve, a los veintiocho, a los treinta y cuatro o a los cuarenta y nueve. Ni hacerlo con ayuda o más sólo que la una. Cuanto más traiga uno de serie, cuanto antes se empiece o cuanto más y mejor nos acompañen en ese proceso educativo, mayores serán las posibilidades de éxito al afrontar esta tarea. Una tarea que nunca se puede dar por finalizada y que consiste, en última instancia, en la búsqueda de una continua mejora personal, nada más. Y nada menos. Porque la educación del carácter termina por repercutir en todas y cada una de las caras de ese complejo poliedro que es cada persona: la familia, las relaciones sociales, las inquietudes culturales... y entre otras, por supuesto, el desarrollo profesional, que es de lo que intento hablar aquí. La educación del carácter es una tarea que siempre es posible afrontar y que nunca es tarde para comenzar. Pero hay que querer, claro. Y querer significa esfuerzo, no hay otro camino. No estoy hablando de lo que vulgarmente se conoce como «echarle cojones» (cuánto daño ha hecho y sigue haciendo esta desafortunada expresión), hablo de afán de superación. No se trata de «correr más», sino de querer hacer las cosas cada día mejor, de no conformarse con lo que ya se ha alcanzado, de mirar siempre hacia delante buscando algo más. Algo más en cualquier terreno: controlar los nervios, dominar la cólera, correr un kilómetro más o correrlo en un segundo menos, dedicar una hora más a mis hijos, leer un libro complejo, aprender algo nuevo, escribir una página o, por supuesto, alcanzar una meta profesional. Todo eso requiere esfuerzo. Esfuerzo, que no es sacrificio ni sufrimiento. El esfuerzo es un concepto que contiene un componente positivo muy importante. Uno se sacrifica o sufre por cosas que no quiere o no le interesan, que le suponen una carga. Para alcanzar, cuidar o conservar las cosas que uno quiere de verdad o las que a uno le gustan o le interesan, hace falta esfuerzo. Cuando uno quiere algo, se esfuerza.

Nuestro equipo, sin embargo, da muestras de no querer. Manifiesta alarmantes síntomas de conformismo por lo que se refiere a sus metas profesionales (en otros terrenos, obviamente, lo ignoro). Desde hace bastante tiempo, cualquier logro, más grande o más pequeño, conlleva automáticamente manifestaciones de autocomplacencia (incluso en momentos tan sumamente inoportunos como ayer) y casi siempre va seguido de uno o varios pasos atrás. Nos falta carácter para querer mejorar siempre, para esforzarnos en mejorar siempre. Y eso es algo que no se adquiere de un día para otro. Por eso pienso que las cosas seguirán así durante bastante tiempo.

Y mientras sigan así, podemos perder todo el tiempo que queramos en hablar del entorno, de la prensa nociva, de la central lechera, de árbitros, de ligas peligrosamente preparadas, de cúantos penaltis me señalan o me dejan de señalar a mí y cuántos le señalan o le dejan de señalar al rival, de esteladas, de independentismo, de pitos al himno nacional o al de la Champions, de pitos a jugadores propios y aplausos a jugadores rivales, de casillistas y mourinhistas, de yihadistas y piperos, de seleccionadores parciales o tendenciosos, de fraudes fiscales y falsedades documentales, de procedimientos judiciales y sanciones deportivas, de rivales disfrazados de payasos que interrumpen ruedas de prensa, de fantasmas profesionales o de auténticos gilipollas de manual. Que sí, que todo eso puede ser más o menos cierto. Pero no es nuestro problema.

Nuestro auténtico problema es la ausencia de un auténtico espíritu de superación que nuestro equipo manifiesta día tras día, temporada tras temporada. Nuestro auténtico problema es que nuestro equipo no se esfuerza por ser mejor cada día, no quiere ser mejor cada día. ¿Porqué? No lo sé. Pero sé que eso no se resolverá mañana. Ni pasado. Ni esta semana. Ni el mes que viene. Ni esta temporada. Ni la próxima. Habrá victorias, seguro. Habrá buen juego a veces, cierto. Se ganará algún título, quizá. Pero seguiremos «dejando a nuestro paso ese recurrente aroma a fin de ciclo sin ciclo» al que se refería Jesús Bengoechea en La Galerna hace sólo tres días.

Y por eso es por lo que no creo en este equipo.

Decía Sir Winston Churchill en sus Memorias que en más de una ocasión había tenido que tragarse sus palabras, y habían resultado una excelente dieta. Ojalá tenga yo ocasión de probarla, pero mucho me temo que no será en este viaje.

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