De la épica, el amor a los colores y otros deportes

27 agosto 2008

La faena, que ya de por sí venía atravesada por la derrota en el partido de ida, se fue poniendo más y más difícil: juego ramplón, un gol en contra (en el único disparo a puerta del adversario, además) y las consiguientes protestas y silbidos del respetable. De mal en peor. Gracias a Dios, y a una sagrada tradición futbolística nacional que prácticamente nadie osa discutir, el árbitro acudió al rescate. Y lo hizo con una expulsión que, amén de justa, merecida e indiscutible, fue adoptada de forma diligente; yo aún diría más: enérgica. El paso firme, la frente alta, la mirada desafiante, el gesto vigoroso, los rizos al viento, el brazo extendido como por un resorte, y en lo más alto, la fatídica tarjeta roja. «Éstos son mis poderes, mire usted». Nuestro último (y único) fichaje, el hombre al que todo el mundo deseaba ver en acción, a la calle. Una decisión irreprochable, adoptada en la forma precisa para espolear nuestro orgullo. Y apenas cinco minutos después, el descanso. Los pitos, ahora, para el señor colegiado. Las cañas se tornaban lanzas.

La segunda parte ya presentaba otra cara. A poco de comenzar, uno de los defensas centrales del equipo rival se lució con la gran parada que su guardameta no fue capaz de hacer en todo el partido. Penalti claro. Corría el minuto cinco, poco más o menos. «Demasiado pronto», debió pensar el señor colegiado; «éstos aún se me pueden confiar». Así que pitó el penalti, pero dejó la presumible tarjeta roja en una benéfica amarilla, y a nosotros en inferioridad numérica. Cuánta sabiduría, qué forma de picar nuestro amor propio.

A pesar de todo, a pesar del penalti, del gol del empate y de nuestro orgullo herido por segunda vez, el cansancio de jugar con uno menos empieza a hacer mella, nuestro ritmo decrece y el rival se adueña de nuevo del partido. Y es ahí, en ese momento en que todo parece diluirse en una anodina mezcla de premioso centrocampismo y patadón controlado, cuando ese gran árbitro, ese hombre que alberga un corazón blanco tras su dura máscara bilbaína, regresa a primer plano con nuevos incentivos. Segunda expulsión. Del hombre que marca los goles, además. Y con idéntica riqueza gestual. Qué maestría, qué forma de marcar los tiempos.

Ese instante marca el resto del encuentro. No podíamos permanecer impasibles. A por ellos, con todo lo que nos queda. El partido había quedado sentenciado.

Nuestro segundo gol, el que nos daba el título, llegó en seguida, a la salida de un corner. Y con cierta incertidumbre, si se me permite la expresión, en el terreno arbitral. El juez de línea se queda quieto, no corre al centro del campo. El señor colegiado, que ya ha concedido el gol, se dirige a dialogar con su hombre de confianza en la banda. «¿Qué ha pasado?». «Nada, pero… ¿se lo damos por bueno? Mira que queda mucho tiempo por delante y se pueden confiar. Y el empate no les vale». «Nada, nada. Se lo damos. A estos ya los conozco yo de toda la vida. Ahora van lanzados». Vale el gol. Dos a uno.

A los pocos minutos, el tercero. Espectacular. El chaval de la cantera que vuelve a casa marcándose una enorme vaselina desde el centro del campo. ¿Alguien da más? Sí señor. Nuestra joven promesa en la delantera, un muchacho en quien tenemos depositadas grandes esperanzas, aprovecha una pésima cesión del defensa rival a su portero para marcar el cuarto. Apoteósico. Lo nunca visto: de perder a golear, con dos jugadores menos.

El esfuerzo ha sido enorme, titánico. Pero a estas alturas, y en semejantes circunstancias, resulta imposible contener las emociones. Hay que tirar de las últimas reservas, el cuarto gol lo merece. Un último y eufórico salto desde el sofá, la sensación de un golpe seco en el gemelo y la caída a plomo sobre el duro parquet. El pie derecho ya no me sostenía. Diagnóstico: rotura fibrilar parcial de la unión músculo–tendinosa del gemelo interno de la pierna derecha, sin hematoma significativo. Menos mal. Tratamiento: hielo durante veinticuatro horas, reposo absoluto durante dos días, reposo relativo durante mes o mes y medio, apoyo lento y progresivo de la pierna lesionada, Neobrufen 600 MG y Voltarén Gel cada ocho horas, durante cinco días. Revisión por el traumatólogo en dos semanas. Un precio muy alto por la victoria, sí, pero… ¿quién puede presumir de llevar en su propia carne las cicatrices de la gesta? Ahora, a curarse y a hacer una buena recuperación. La temporada será larga, tenemos en juego una Liga, una Copa, una Liga de Campeones, un ascenso a Primera División y la fase de clasificación para el Mundial, y habrá que estar en plena forma cuando llegue el momento de partir el bacalao.

Mientras tanto, aquí ando —es un decir—, entrenando los ciento diez metros muletas. Palabra.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buena narración del partido, digna del mejor Trueba (el del AS). Te lo dice alguien que lee muchisima literatura deportiva. Emotiva, precisa,épica .

Espero que lo de a lesión sea una licencia literaria.

Leandro dijo...

Más que literaria, literal. Literalmente cierta. ¿Acaso no añade esto un punto de dramatismo a la gesta? Y sí, yo también soy un fiel seguidor de Juanma Trueba; un crack

Alexis Korner dijo...

Menos mal que no fuiste el domingo a la Nueva Condomina, ahora tendrías rotos el resto de ligamentos...

... menudo año nos espera, Pregonero (lo lo lo looooooo...)

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