No molestar

22 febrero 2011

Por favor, padre, deja dormir al futuro como se merece. Pues si se lo despierta antes de tiempo, lo único que se consigue es un presente dormido.

Franz Kafka
en Diarios (febrero 1911)

Música para vecinos

06 febrero 2011

Hay gente a la que le molesta. Y les comprendo. Cualquier sonido no deseado puede perturbar el estudio, la siesta, la lectura o una suave sesión de caricias furtivas. O varias de estas actividades al mismo tiempo.  Pasé por ese rechazo durante una larga, larguísima temporada, cuando preparaba oposiciones. La habitación que mis padres prepararon con cariño para cuidar al máximo mi concentración daba a un patio interior, y cualquier sonido que entraba por la ventana me molestaba, me exasperaba hasta la más grotesca comicidad. Recuerdo algunas de mis desmedidas reacciones. Vivíamos en el cuarto izquierda. El hijo mayor del tercero derecha hacía gala de su pasión por la ópera, esa curiosa rama del arte con la que al cabo del tiempo, según tengo entendido, llegó a ganarse la vida. Las niñas del segundo derecha, a las que la crisis de los primeros noventa llevó a otro edificio, en otro barrio, tan rápido como las había traído el boom inmobiliario de los últimos ochenta, hacían sonar a los Hombres G hasta ahogar el Tannhäuser. Y yo trataba de ahogarlos, a los dos, a Wagner y a David Summers, a base de alaridos que hacían retumbar en el patio mis airadas protestas y mi santa indignación. O recriminaba su inocente melomanía lanzando garbanzos, huesos de albaricoque o cortezas de mandarina contra sus respectivas ventanas. O fijaba carteles reprobatorios en el ascensor. Reprobatorios, y lo que es peor, terriblemente pedantes. Imperdonable. Y eso es sólo una muestra de las diversas neurosis y psicopatías por las que suele verse afectado cualquier opositor que se precie de serlo. O de haberlo sido. Tal vez merezca la pena volver sobre esas manifestaciones de demencia prematura otro día, desde la perspectiva que suele proporcionar un poco de tiempo. O mucho. Eso, siempre y cuando no lo impida mi hipertrofiado sentido del ridículo.

Pero eso fue solo una etapa. Desde siempre ―desde muchísimo antes, desde que era muy pequeño, y también después, cuando me libré de aquel infierno― recuerdo con agrado la música que se colaba por los patios interiores. La tengo asociada, sobre todo, a larguísimas y perezosas tardes de verano. De primavera, a veces. Transistores, radiocasetes, televisores y vinilos hacían sonar melodías que yo no había elegido, que no siempre conocía, y que muchas veces ni siquiera me gustaban, pero que me transportaban a otros pisos, a otras habitaciones, a otros mundos.

Y sí, comprendo que puede resultar molesta. Sé que no siempre es bien recibida. Pero no hay peligro: los aislamientos de PVC, el aire acondicionado que mantiene cerradas nuestras ventanas cuando el calor amenaza, los auriculares, el emepetrés y otros inventos del maligno, e incluso, por qué no decirlo, la progresiva desaparición de los patios interiores en la moderna arquitectura residencial, le ponen freno. La están matando. Además, esa música casi siempre parece ir hacia arriba, como el humo, como los olores, como el aire caliente, y ahora que vivo en un primero se han reducido notablemente las posibilidades de volver a escucharla. Y cómo la echo de menos a veces, incluso en invierno.

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